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¡Larga vida al aprendizaje!

Por el Dr. Phil  Maffetone

Traducción de Ester Galindo

 

La clave para mantener un buen rendimiento general es ir añadiendo conocimientos y actividades a la base de datos de nuestro cerebro de manera continua.

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con el viejo dicho: «Cuanto más sé, más me doy cuenta de lo poco que sé.» Seguramente, a algunas personas, esto les sonará más bien desalentador, pero para aquellas que están interesadas en mejorar su salud y su condición —tanto mental como física—, esta afirmación constituye todo un desafío para seguir aprendiendo toda la vida.

El aprendizaje permanente no deja de ser una actividad de resistencia, tanto como correr un maratón o hacer frente a un Ironman. Hay muchos paralelismos entre lo físico y lo mental, y al mismo tiempo, ambos están estrechamente vinculados.

Por ejemplo, dejar atrás los aspectos físicos, bioquímicos y mental-emocionales que conlleva el atletismo en pista para pasar a correr un maratón no es tarea fácil. Yo mismo lo experimenté hace años, y para ello precisé de un proceso de aprendizaje largo y costoso. En realidad, he realizado otras transiciones muy similares a lo largo de mi vida, al igual que cada uno de nosotros. Esto es lo que denominamos “aprendizaje”, una asombrosa capacidad del cerebro humano que poseemos desde antes de nacer y podemos conservar siempre que decidamos seguir aprendiendo de manera activa.

Cuando un caballo nace, de inmediato se levanta y empieza a trotar; aunque un poco tambaleante al principio, en cuestión de minutos logra moverse con gracia. Los seres humanos, por el contrario, nos pasamos meses moviéndonos patosamente hasta que aprendemos a correr; y tenemos que pasar por el largo y doloroso proceso de arrastrarnos y gatear, y de ponernos en pie sin caernos para finalmente poder caminar. Esta diferencia entre los caballos y los seres humanos se ubica dentro del cerebro. Destinamos tanta «energía» a nuestro complejo cerebro a fin de prepararnos para el mundo que nos espera, incluso antes del nacimiento, que dedicamos muy poca energía a los mecanismos neuromusculares, que son los que permiten a los caballos dar brincos, correr y moverse en círculo.

Tras años de desarrollo neuromuscular, nos movemos lo suficientemente bien como para realizar un número increíble de movimientos distintos, para los cuales utilizamos fuerza, velocidad, resistencia, precisión y múltiples combinaciones. Eso sí, siempre y cuando el cerebro aprenda primero a realizarlos, del mismo modo que necesitamos aprender a dar nuestros primeros pasos, pues se trata de un proceso que combina la actividad consciente con la inconsciente.

A todos nos suenan las palabras clave del aprendizaje: paciencia, tiempo y repetición. Estos son los ingredientes que nos permiten realizar acciones como caminar y correr, y que a su vez contribuyen a que el cerebro funcione mejor. El resultado final es un mejor rendimiento general; un mecanismo de supervivencia que hemos ido desarrollando los seres humanos a lo largo de millones de años.

Un ejemplo de ello es que, con el tiempo, logramos escribir en un teclado con mayor rapidez y sin errores. Mientras que, si nos despistamos, casi que podemos notar cómo nuestro cerebro percibe que estamos a punto de cometer un error. Pese a ello, no podemos detener el proceso, porque el sistema neuromuscular no puede desviar mensajes que circulan a la velocidad de la luz y que son los que controlan los movimientos de los dedos. Algo similar ocurre con el correr, cuando salimos a entrenar durante más tiempo, a más velocidad y con demasiada frecuencia: el cerebro debería darnos un toquecito en el hombro y avisarnos de que nos estamos pasando. Muchas veces, sin embargo, esto no sucede.

Lo contrario también es cierto. Al cerebro le llega una enorme cantidad de información sensorial procedente de los músculos, los ligamentos, las articulaciones y la piel del cuerpo (por nombrar sólo algunos puntos); información esta que se agolpa en el cerebro para que él dirija los movimientos del cuerpo de manera cuidadosa y calculada desde sus centros motores. No se trata de acciones que se van repitiendo de vez en cuando, o incluso cada segundo, sino que tienen lugar de manera constante en ambos sentidos. Es por este motivo que el cerebro es tan preciso y, mediante el aprendizaje, puede rozar la perfección; este es el origen de la memoria muscular.

En este proceso de aprendizaje de los movimientos físicos están implicadas las cortezas sensorial y motora del cerebro, las cuales permiten controlar las acciones musculares óptimas. Esto explica por qué la sensación de dolor es, en realidad, una emoción y no un sentido como la vista o el oído. El dolor es la reacción del cerebro tanto a las molestias generadas por un traumatismo, como al sobreentrenamiento.

Volvamos al ejemplo de escribir a máquina, puesto que constituye una buena analogía del acto de correr. Muchos de nosotros recordamos cómo aprendimos a escribir con un teclado.

Piensa en la primera vez que te pusiste a teclear, ya fuera en una clase de mecanografía, mediante una aplicación o por tu cuenta. Se trata de un proceso de aprendizaje especialmente relevante, cuando te pones a escribir con todos los dedos, no sólo picando con los dos índice. En primer lugar, tu cerebro tiene que centrarse en mantener cada dedo sobre unas teclas determinadas y, luego, elaborar el proceso de cómo traerlos de vuelta tras golpear otras teclas que no son las de partida. Se trata de algo más que de una actividad multitarea y totalmente nueva para el cerebro.

Entre las múltiples tareas del cerebro está la de escanear las acciones del teclado y de los dedos combinadas, mientras va echando un ojo al papel o la pantalla para ver cuántos errores se han cometido en una única frase. Tal vez el estrés auditivo fuera en su día algo abrumador, sobre todo si utilizabas una máquina de escribir (algunos de vosotros sólo las habéis visto en las películas). Al cerebro le resulta fácil mover los dedos índice y pulgar, pero los otros dedos se quedan atrás en la curva de aprendizaje, y no progresamos bien hasta que estos se ponen al día.

Rápidamente nos damos cuenta de cómo esos movimientos minimalistas, incluidos los toquecitos con los dedos índice, pueden causarnos fatiga. No es que sintamos el cansancio en todo el cuerpo —a menos que tengamos un cerebro altamente sensible—, pero sí notamos una merma del rendimiento: perdemos precisión, a menos que vayamos reduciendo la velocidad cada vez más. No es de extrañar que muchas personas prefieran teclear con los dedos índice.

Si no vamos con cuidado, puede que no logremos recuperarnos lo suficientemente rápido antes de ponernos a teclear de nuevo, lo cual puede hacer que escribamos de manera muy torpe. Sí, la fatiga se acumula en los músculos a lo largo del tiempo, sobre todo en aquellos que están todavía aprendiendo a moverse, pues todavía les falta resistencia. El caso es que las personas que se pasan largas horas tecleando pueden llegar a experimentar una notable fatiga muscular y, si no se recuperan bien, pueden sufrir algún tipo de deterioro físico, como el síndrome del túnel carpiano (una dolencia que puede acabar siendo grave, si cursa con inflamación crónica, dolor y función del dedo mermada). Y, en el caso de los que solo usan los dedos índice, la fatiga se experimenta en los codos o los hombros y pueden terminar con leves molestias o dolores crónicos. Los corredores podemos establecer una similitud con este tipo de lesiones, si pensamos en nuestros puntos más vulnerables.

Las personas que aprenden a teclear bien, en general es porque le dedican el tiempo suficiente y esto permite al cerebro ir mejorando su resistencia, lo cual se traduce en menos riesgo de lesión y un mejor rendimiento. Lo cierto es que escribir bien a máquina requiere tiempo. Y si no aprendemos del todo bien, iremos más lentos y seremos menos eficientes. Lo mismo es aplicable al correr y a cualquier otra actividad de resistencia.

En una carrera, el cerebro sabe cuántos kilómetros quedan por delante, cuánto combustible tiene disponible, cuál es el nivel de oxígeno y otros factores igual de importantes, no sólo para terminar la carrera, sino para terminarla sin sacrificar el cuerpo. Incluso podríamos comparar nuestra resistencia física con la del caballo que echa a andar a una edad mucho más temprana que nosotros; en realidad, un ser humano con un sistema aeróbico bien desarrollado podría adelantar a un caballo en largas distancias y en determinadas condiciones ambientales.

Asimismo, y a una escala mayor, el cerebro está diseñado para abordar el aprendizaje como una actividad de resistencia. Nunca somos demasiado viejos para aprender algo nuevo. Empezar una nueva actividad intelectual, ponerse a tocar un instrumento musical, probar un deporte nuevo, asistir a clases de física o aprender a pintar paisajes son sólo ejemplos de las muchas actividades que podemos realizar a prácticamente cualquier edad, siempre y cuando nos mantengamos sanos y activos.

Y cómo no: una gran parte de este aprendizaje depende de una buena alimentación. Sea cual sea la actividad elegida, necesitamos energía para llevarla a cabo, así como un corazón y una circulación sanos, una óptima coordinación ojo-mano y otras muchas funciones cerebrales tales como el lenguaje. Todos estos mecanismos requieren de combustible, que por supuesto procederán sobre todo del azúcar (glucosa) y de la grasa (especialmente de los cuerpos cetónicos), y en menor medida, de la proteína. Otros micronutrientes —vitaminas, fitonutrientes y minerales— son también muy importantes para un óptimo funcionamiento del cerebro y el aprendizaje.

El aprendizaje constituye un complejo proceso de resistencia que dura toda la vida. Para aquellos de nosotros que apostamos por gozar de una vida larga, tiene todo el sentido del mundo ejercitar esta capacidad con regularidad en cada uno de nuestros dos hemisferios, del mismo modo que nos esforzamos por entrenar para competir o mantenernos en forma. Estimular continuamente la capacidad natural del cerebro para aprender nos ayuda a ir mejorando nuestro rendimiento general a lo largo de toda nuestra vida.

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