A veces, me viene a la memoria el recuerdo vago de una época pasada en la que mi estado habitual era el de una persona ansiosa. A ojos de los demás yo era una mujer inquieta, hiperactiva, entregada, trabajadora, perfeccionista… El tema es que, en realidad, la verdadera fuente de todo ese “no parar de hacer” y esa “agenda repleta de cosas” y ese “no tengo tiempo para nada” y ese “si no yo, ¿quién lo hará?” se ocultaba la energía densa, espesa, pesada y pegajosa de Doña Ansiedad…
A fecha de hoy —y gracias a lo vivido en mi piel, lo aprendido con Phil Maffetone y lo experimentado a través de nuestros clientes—, soy capaz de comprender hasta qué punto la persona de perfil ansioso acumula, por lo habitual, toda una serie de factores físicos, mentales y emocionales. En cualquier caso, su conducta se basa en un círculo vicioso que se retroalimenta de miedos, creencias limitantes, emociones bloqueadas (o ignoradas o mal canalizadas) y… SÍ, también de un exceso de azúcares en la dieta.
Como suelo explicar a mis clientes, una mente ansiosa es el fruto de un cerebro “yonqui”. Un cerebro estresado que busca evadirse como sea: fumando, comiendo alimentos dulces o en exceso, entrenando hasta reventar, practicando sexo a todas horas, jugando al póker, drogándose legal o ilegalmente, llenándose la agenda minuto a minuto… o ¡qué más da! Porque aquí lo de menos es la estrategia que utilicemos para calmar a nuestro cerebro desquiciado. Aquí, lo realmente importante, y urgente, es tomar conciencia de que, en tales casos, somos esclavos a tiempo completo de una neurología alterada y poco funcional para nosotros (y para quienes nos rodean).
Lo relevante, y a veces aterrador, es darse cuenta de que vivimos condicionados por los ataques de hambre canina, las hiperventilaciones, las lloreras, los ataques de ira, la necesidad de control, los calentones o el mono (de lo que sea). Una vez que se nos ha caído el velo de los ojos y entendemos que nosotros no somos ESO, podemos empezar a tomar acciones para calmar al yonqui que tenemos dentro del cráneo y así comenzar a gestionar mejor nuestro día a día.
Sé que a muchos de los que estáis leyendo esto, se os acaba de subir una ceja, o dos. Conozco esa mirada de escepticismo porque la veo a menudo en los ojos de las personas a quienes entrevisto por primera vez. Y aún así, insisto: empieza por privar a tu cerebro yonqui de su dosis diaria de azúcares refinados y verás cómo, en pocos días, empiezas a respirar mejor, a fumar menos, a desear menos azúcar/comida/café, a dormir mejor, a tener menos pensamientos obsesivos, a comer más despacio, a saborear más, a sonreír por más tiempo, a fluir y a disfrutar más de tu vida sin necesidad de llenarla de mil y una actividades. Y ya que te pones, incluye también grasas saludables en tu dieta y descubrirás que la buena saciedad te aporta serenidad, energía estable y una capacidad de reacción ante los estímulos diarios, que ni en tu sueño más zen te habrías imaginado.
Cualquier situación de estrés puede actuar como el desencadenante de ese círculo vicioso. Lo magnífico de antumizarse es que —una vez que has descubierto cómo funciona todo esto— te vuelves poderoso; pues ahora ya sabes cómo recuperar el circuito de recompensa natural de tu cerebro. Y cómo actuar, ahora sí, según tu libre albedrío.
Y te lo juro: no es magia. Es química.